“El miedo sin rostro”
“El rostro del miedo”, Rafael “Rafa” Fernández (1976)
Fuente: María E. Guardia Yglesias, Pincel, Pinacoteca Costarricense Electrónica
www.artecostarica.cr
Cristina Elizabeth Hernández
Licenciatura en Historia
Universidad de El Salvador
[email protected]
Número 18
Publicado: 6 de junio de 2020
El miedo a la muerte es, probablemente, el mayor que tienen los seres humanos. O quizás no. Las percepciones sobre la muerte han sido variadas a lo largo de la historia y las civilizaciones. No por nada H. P. Lovecraft lo definió como “la emoción más antigua e intensa”. Todos le tienen miedo a alguien o a algo en algún momento. El miedo es omnipresente e involuntario. El miedo es ambiguo. Es inherente a nuestra naturaleza y esencial en los seres vivos para su supervivencia.
La palabra “miedo” está cargada de tanta vergüenza -describe G. Delpierre- que la ocultamos. El miedo ha tenido un papel oculto dentro de la historia y el silencio al mismo ha generado una amplia confusión difundida socialmente a través de la cobardía, la falta de valor y la temeridad.
En las siguientes líneas trato de presentar la transformación del miedo en la sociedad salvadoreña pasando brevemente por tres escenarios: el conflicto armado de 1980, el auge de las pandillas juveniles a principios de siglo XX y la pandemia del Covid-19. Sin duda, se encontrarán similitudes entre la realidad de este país y otro del continente, por lo tanto, será enriquecedor realizar a futuro investigaciones en conjunto encaminadas a esta línea de análisis.
En las guerras es donde -por la regla de la “valentía”- menos se debe hablar de miedo, pero no es que no exista. Es más, cobra fuerza, condiciona y se manifiesta en los individuos. Las sociedades, a lo largo del tiempo buscan, establecen “héroes y villanos” que los salven o les sirvan para culpar de sus desgracias. Como bien menciona Jean Delumeau, en todas las épocas la exaltación del heroísmo es engañosa: como discurso apologético que es, deja en la sombra un amplio campo de la realidad.
El Salvador vivió la segunda mitad del siglo XX bajo situaciones de represión, violencia, arbitrariedad y miedo. Hubo dictaduras y gobiernos militares. Luego vino el conflicto armado (1980-1992). Paul Almeida caracterizó y presentó los escenarios que conllevaron al conflicto bélico, mientras que Edelberto Torres Rivas, analizó el fallo de la “revolución” y discutió cómo esta fue absorbida por el sistema ya establecido.
Tanto desde la historia como desde las artes se produjo material que presenta, argumenta o denuncia las violaciones a los derechos humanos de ese periodo. Hay quienes se encargaron de encasillar a los miembros del Ejército salvadoreño como “los malos” y a los de la guerrilla como “los buenos” del conflicto. Mientras que otros han establecido discursos que colocan a los segundos como los “villanos”. En ese periodo, hubo diferentes miedos. Miedo al reclutamiento, a ser catalogado de uno o de otro bando, a expresar lo indebido, al toque de queda, a la tortura, al hambre, a enterarse de un hijo muerto, a desaparecer o a la muerte.
Tras la firma de los Acuerdos de Paz, se empezó a reconfigurar el país y sus miedos. En este nuevo escenario que inició con esperanza y terminó con desencanto, aparecieron las pandillas. El miedo adoptó una nueva forma, posicionando a la inseguridad en el centro de los debates. La violencia social se convirtió en la principal preocupación de los salvadoreños, como demostraban las encuestas. Según Omar Rincón, la inseguridad es un efecto simbólico del miedo.
Los gobiernos de ARENA, del FMLN y de Nuevas Ideas han desarrollado políticas y planes en relación a la inseguridad. Los pandilleros se situaron como el “enemigo” al que había que combatir y a los que había que aplicárseles “mano dura”. Se les caracterizó como jóvenes de barrio marginal, habitantes de fronteras “calientes”, agresivas y territoriales. Los cuentos mediáticos, las publicaciones, las historias romantizadas, el sensacionalismo, el amarillismo y la estigmatización fueron ocupando las portadas de los medios de comunicación tanto nacionales como internacionales.
La categoría terrorista fue un adjetivo común colocado a los “enemigos internos”; la guerrilla en los 80´s y en los 2000 a las pandillas. Frente a esto, se creó lo que Rotker denominó como “la ciudadanía del miedo”, la cual es el resultado de políticas que establecen al miedo como argumento y facultad política de acción. Así, los primeros 20 años del siglo XXI la atención se concentró en el miedo generado por estos grupos, cuyo accionar se relaciona con violaciones, muertes, violencia, robos, migración forzada, etcétera (el otro, el “enemigo” debe hacer el “mal” para sostener el discurso).
“El miedo a la muerte es, probablemente, el mayor que tienen los seres humanos. O quizás no. Las percepciones sobre la muerte han sido variadas a lo largo de la historia y las civilizaciones. No por nada H. P. Lovecraft lo definió como “la emoción más antigua e intensa”. Todos le tienen miedo a alguien o a algo en algún momento. El miedo es omnipresente e involuntario. El miedo es ambiguo. Es inherente a nuestra naturaleza y esencial en los seres vivos para su supervivencia”
Un efecto del miedo fue la creación de “estrategias de supervivencia” o “acciones de aplacamiento del mismo”: poner alambre razor o vidrios rotos; poner muros más altos, portones y candados; utilizar sistemas de alarmas; pagar vigilancia…A la vez, parte de la sociedad apoyó mecanismos más represivos como la militarización de las calles o el abuso de autoridad. Se promovieron los espejismos llamados “lugares seguros”, en los que lo importante es consumir; esto fue en detrimento de los espacios públicos, que posteriormente tuvieron que ser “recuperados”. El miedo tenía rostro. Un rostro que se trató de deshumanizar y al cual solo se le permitían dos salidas: la cárcel o la muerte. Ninguna otra alternativa.
Actualmente, se vive un acontecimiento mundial, que genera miedo e incertidumbre. Un virus invisible al ojo humano que no hace excepción de género, raza o clase social. La gente teme a los síntomas, a la enfermedad, a la muerte. Pero no es solo el virus en sí el que provoca miedo, sino todo lo relacionado a este, particularmente la alteración de la cotidianidad. Los otrora “espacios seguros” se volvieron espacio de riesgo; y no solo eso, cualquier otro podría ser una amenaza. Como medida de prevención para hacer frente al coronavirus se recurrió, y se recurre aún, al confinamiento. El encierro tiene diferentes consecuencias en la salud mental. Hay frustración, estrés y ansiedad.
Los brotes, las epidemias, las pestes y las pandemias no son situaciones nuevas, ya que cada cierto tiempo se manifiestan. Según B. Bennassar han sido “grandes personajes de la historia del ayer”. Cuando aparece el contagio, al principio se intenta no verlo. Se retarda el máximo tiempo posible el momento en que habría de entenderse su peligro. “Está lejos”, nos decimos. “Es de otros”, pensamos…
Si bien es cierto que ningún país estaba preparado para un escenario pandémico de tal magnitud, las distintas capacidades de reacción, de gestión y de protección de cada país han sido notables. En El Salvador, Nayib Bukele, recién llegado al poder ejecutivo y que durante su campaña política abanderó el estandarte de la seguridad y el combate a la violencia pandilleril, se ha tenido que enfrentar al nuevo reto que ha representado el Covid-19.
La llegada de la pandemia se volvió la oportunidad para recuperar y afianzar la popularidad del líder salvadoreño, que había tambaleado el 9 de febrero de 2020 cuando ingresó acompañado de militares a la Asamblea Legislativa. Con la emergencia del Covid-19, iniciaron las cadenas nacionales en donde el miedo se volvió parte esencial del mensaje del mandatario. Datos, imágenes y videos de otros países afectados por la pandemia se volvieron el argumento principal de lo crítico de la situación. El gobernante, incluso, expresó que no le importaba que lo llamaran “alarmista”.
La reacción ante el miedo, reproducido por el Gobierno, medios de comunicación y las personas mismas, no se hizo esperar: fallecimientos por infarto durante las cadenas nacionales; compras masivas por pánico; cierres de calles, de pueblos, de establecimientos, del aeropuerto; sanitización con cloro y otros químicos a personas y vehículos; mascarillas improvisadas…
La sociedad de los miedos está constantemente alimentada por la experiencia de terror e inseguridad que es individualmente experimentada, socialmente construida y culturalmente compartida. Alimentar el miedo tiene consecuencias desastrosas, más en una situación como la del coronavirus que pone en más riesgo a los más vulnerables. ¿Y si el verdadero enemigo es otro? ¿Y si son la desigualdad y la pobreza?